25 años de las Brigadas Civiles de Observación en Chiapas
La solidaridad nacional e internacional ha podido tomar muchas formas en diversos momentos y geografías, en distintas situaciones de conflicto.
En el Chiapas de los años noventa significó que miles de personas desprotegidas y amenazadas fueran abrigadas contra la violencia extrema sufrida en la región. Por aquellos años empezaron a funcionar los Campamentos Civiles por la Paz (CCP), que hoy son conocidos como Brigadas Civiles de Observación por la Paz y los Derechos Humanos (BriCo), un proyecto que cumple este año 25 años de funcionamiento.
Su historia está inseparablemente vinculada con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, mismo que generó una reacción de solidaridad de la sociedad civil nacional e internacional ante las violaciones de derechos humanos sistemáticas que se empezaron a señalar, así como ante la marginación sistémica de los pueblos originarios chiapanecos. Inicialmente, el objetivo primario era “abrir un espacio civil para ayudar a mantener la esperanza, conservar la paz y la dinámica comunitaria en un contexto de guerra, además de ser testigos de la estrategia de guerra del Estado y denunciar estas acciones”. Progresivamente empezó a quedar claro que “no sólo han sido afectadas las comunidades de la llamada zona de conflicto; también existen otras comunidades que a diario son golpeadas por una política que cree establecer el estado de derecho a través de la represión, el hostigamiento y la tortura”, describen Rosy Rodríguez y Jorge L. Hernández en la agenda anual del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (Frayba).
A partir de agosto de 1994, la Coordinación de Organismos No Gubernamentales por la Paz (CONPAZ), instaló “Casas de la Paz” en Morelia, municipio Altamirano, además de organizar Misiones de Información y caravanas de ayuda humanitaria y monitoreo. Luego, se establecieron los primeros CCP en 1995, con la instalación de campamentos en Altamirano, Tila, El Bosque, Ocosingo y Las Margaritas. Después de una reestructuración en 1998, el programa se renombró como BriCo y sigue coordinado hasta la actualidad por el Frayba. Hasta la fecha, ha contado con la participación de 12.728 observadores de 60 países de origen que se quedaron en 108 campamentos en 23 municipios del estado, expresión de “una solidaridad viva y práctica, llena de reciprocidad y gratitud”, recupera el Frayba 25 años después.
El trabajo de los y las observadores ha implicado “meter el cuerpo” entre la población y sus agresores, documentar las posibles violaciones a derechos humanos y, en unas ocasiones por ejemplo de desplazamiento forzado, llevar alimentos, medicina y ropa. Han sido acompañantes de procesos organizativos en defensa de su territorio, desplazados internos, caravanas de migrantes, comunidades que sufrieron un desastre natural o que se encuentran en una situación de riesgo.
En los BriCos, se termina compartiendo la cotidianidad en todas sus facetas. En ello, surge también la alteridad: “‘Nunca pensé que se puede hablar con un blanco igual a igual”, reflexiona el compañero indígena Guadalupe. “Una se siente, en ocasiones, especial, útil por pensar que su mera presencia es importante para las gentes del color de la tierra. Pero, precisamente, esa misma cuestión te hace repensar el racista-clasista mundo que habitamos. Que nuestra piel, nuestro no-ser-de-color-de-la-tierra sea una salvaguarda para quienes sí lo son”, reflexiona una campamentista catalana. “Vemos que la observación de derechos humanos establece relaciones de diálogo y respeto, a pesar de todas las diferencias”, incluyendo uno no menor -el idioma-, relata otra campamentista alemana.
Desde los 90s a la fecha, “el escenario político mexicano se fue complejizando, la violencia se ha extendido y recrudecido. Se han mantenido como constantes las agresiones a los procesos históricos de lucha y resistencia, así como las alternativas “de abajo”. Por lo mismo se han mantenido relevantes las apuestas por proteger, fortalecer y animar estos procesos desde la solidaridad nacional e internacional”, rescata Marina Pagés, coordinadora del Servicio Internacional (SIPAZ), en un texto de la agenda anual del Frayba.
Por otro lado, las tecnologías de comunicación moderna y la globalización, que hacen posible la solidaridad en su efectividad actual -incluso en manifestaciones como las BriCo-, también son factores que la entorpecen. En medio de un aluvión de noticias, cualquier evento no se contempla independientemente, sino en relación y comparación con los cientos que ocurrieron el mismo día o el día anterior o el día antes del anterior. Es fácil sentir que las necesidades son tan abrumadoras que ya no hay soluciones o capacidad para apoyar a otros. Además y de manera global, resulta cada vez más difícil generarle un costo político a los Estados por posibles represiones cuando desde el 9/11, los derechos humanos se han considerado en forma creciente “daños colaterales” aceptables por parte de actores gubernamentales. A un nivel más local, en proyectos como las BriCo las consecuencias de estos cambios se reflejan directamente en los recursos disponibles, monetarios y humanos, y plantean cuestionamientos sobre su eficacia y futuro.
Sin embargo y a pesar de todos los retos, el impacto disuasivo de las BriCo es innegable. La solidaridad nacionalidad e internacional ha hecho posible la protección de miles de vidas y el fortalecimiento de procesos organizativos. Y cualquier espacio que facilita el intercambio entre personas que normalmente nunca en su vida interactuarían es un paso más hacia un mundo más comprensivo y justo. “Los Bricos son prueba de que otra globalización existe, muy diferente a la del capital, es la globalización del amor y de la esperanza que se construye desde y en las comunidades de Chiapas y que se esparce por todo el mundo”, rescata el Frayba.